martes, 29 de noviembre de 2011

COOPERACION

Es evidente que los hombres y mujeres occidentales somos actualmente más competitivos y menos cooperativos que en épocas anteriores. Pero lo que no puede decirse en absoluto es que ello se deba a su biología ni a su naturaleza, porque, como decía Ortega y Gasset, el hombre no tiene naturaleza, tiene historia (Ovejero, 2000a). E históricamente, la cooperación fue durante miles de años la identidad de la especie humana y la principal razón de su éxito. Pero ha sido el Estado el que de muy diferentes formas ha pretendido reducir esa, para él, peligrosa “manía cooperadora” de sus súbditos. Para entender esto mejor veamos un ejemplo extraído de Lizcano (1995: 13-14): “En los países andinos existe una forma comunal de trabajo, la minga, donde amigos y vecinos abandonan, de mutuo acuerdo, sus faenas habituales para poner mano comúnen un trabajo de interés común: abrir un camino, levantar la escuela, edificar nuevas viviendas o construir un canal. No recurren para ello a los ‘organismos oficiales pertinentes’ ni a ninguna forma ‘normal’ de contrato laboral. Basta que la comunidad sienta determinada necesidad, para que ella misma ponga en juego las fuerzas y habilidades de sus miembros y sus propias riquezas naturales. Hasta las mujeres, ancianos y niños saben hacerse útiles. La minga es una fiesta. En ella, la comunidad crea y se re-crea; edificando el objeto de su necesidad, a sí misma se edifica; se re-encuentra y consolida. Los que para cualquier observador exterior no serían sino ‘pobres indios’ (pues incurren en todos los criterios de pobreza al uso) no carecen de nada, pues saben, quieren y pueden poner los medios para atender la falta que ellos mismos acusaron. Un pequeño valle de la sierra ecuatoriana fue el lugar elegido por una ‘institución benéfica’ para extender la fronteras de su lucha contra la pobreza. ¡Esos pobres indios trabajando todo el día sin el menor ingreso ni salario! Y resuelta a que de su mano les llegara ese ‘derecho natural’ a una ‘remuneración suficiente’ por el trabajo, decidió establecer ‘gratuitamente’ un ‘salario digno’ para cada uno de los participantes en la minga. Los pobres indios (sin saberlo, ahora sí que empezaban a serlo), siempre tan agradecidos, fueron cobrando su salario... e identificándolo con la gratificación debida por su labor (ya no co-laboración) en la minga. Cuando tan generosa ayuda dejó de prestarle (prescindamos ahora de las causas, incluso de la posible premeditación de tal medida), ningún indio quiso ya volver a ninguna minga que no respetara su ‘derecho a un salario’. La escuela se quedó sin acabar de construir y cada nueva vivienda pide ya su precio en jornales. La esclavitud al salario, la irresponsabilidad y la miseria reinaban ya donde una sabia y ancestral estructura comunal había sabido conjurarlas”.
Como hemos podido constatar en este ejemplo, las diferentes comunidades fueron construyendo sus propias formas concretas de cooperación y apoyo mutuo que, posteriormente, la “civilización” y el Estado se fueron encargando de combatir y paulatinamente eliminar, sobre todo desde que el capitalismo fue teniendo un enorme éxito como forma dominante de vida. Pero el cinismo de esta larga y profunda operación consistió en afirmar luego, una vez eliminada la mayor parte de esa “cultura de la cooperación”, que el ser humano, al igual que las demás especies animales, es intrínsecamente competitivo por naturaleza. Así, olvidado ya, en gran medida, el cooperativismo, esencia de la especie humana a la vez que elemento constitutivo y constituyente de nosotros mismos, y asentado, al parecer para mucho tiempo, el nuevo contexto individualista y esencialmente competitivo en que ahora debemos desarrollarnos, los principales problemas humanos adquieren una nueva dimensión. De hecho, tanto el racismo y la xenofobia, como la violencia escolar hunden sus raíces, en gran medida, en este nuevo contexto individualista y competitivo, que viene de atrás, pero que en las últimas décadas está siendo cada vez más dominante y hasta hegemónico.

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